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Discurso Nobel - 7 diciembre de 2010
sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de
aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores
y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar,
sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y
prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el
mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú.
Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián
Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de
aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que
todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el
estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es
un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una
fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre
hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la
estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la
de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el
paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias
e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas
cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades
absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la
paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los
holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido.
Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación
de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de
enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al
paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes
retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No
debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos
ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia
liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la
convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las
elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la
vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y
perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y
leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos
nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que
el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que
arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del
estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que
trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la
conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al
modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que
conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por
los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-
François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la
cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de
lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u
oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al
aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura
francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal,
Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía
del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que
debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es
tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando
Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y
Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de
Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau
Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el
espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los
truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia
sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta
comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y
política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que
en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a
Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti,
Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la
narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo
descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los
caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá,
sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco
y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido
progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos,
muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su
candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas,
como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la
democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera
vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile,
Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica,
respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder.
Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue
integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y
pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En
todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en
Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi
casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender
cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me
parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya
debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco
tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían
alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando
éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país
donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más
lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene
reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio,
sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el
que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví
vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más,
me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me
lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y
estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los
gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones
diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de
cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la
de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados
de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y
los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado
que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional
de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los
demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una
dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción
y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos
y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la
reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin
contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones
económicas.
Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo,
solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes
venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las
dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus
verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las
sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos
dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y
culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme
heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de
Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos
del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap,
Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus
alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-
cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla
que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su
reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad
peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es
en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que
no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde
luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron
aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y
tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se
quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica.
Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el
poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los
antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los
conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con
toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una
responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una
asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio
y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el
agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta
tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados,
andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores,
cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se
publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos
Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran
lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía.
Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte
español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de
una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales
como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco
que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de
Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre
todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían
rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad
española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas
artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y
mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en
todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España,
el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y,
en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de
pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que
allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno
quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos
fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo
trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad
cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera
vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se
mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en
una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la
España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la
democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de
como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos
aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos
como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a
la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos
y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y
su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y
disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y
aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos,
plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia
feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión–
provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula
en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio
moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la
religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como
las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha
contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado,
ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos
en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre
semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra
donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños,
paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de
la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni
los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y
personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida
de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi
madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y
añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó
siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto,
el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie
ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían
los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que
eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera
vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón,
en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón
corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme
a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a
mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura,
ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor
el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente,
buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el
Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces
confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por
toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con
un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis
amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas,
apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la
cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la
que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis
y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en
un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos
que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve
los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los
periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y
deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el
mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario
sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en
Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las
historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos
anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches
estrelladas de esa tierra caliente.
En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el
hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y
buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo
rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo
haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y
que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde
entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida
adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos
mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme
libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio
inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una
manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable,
mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me
he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y
alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de
salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo
escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada
me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo
una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de
alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que
germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de
fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy
cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la
cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho
mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en
ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas
las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación,
cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se
mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es
posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin
matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue
hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la
mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de
sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor,
desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de
Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir
un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento
teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme
cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó
acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo
cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una
tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la
realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una
historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo
sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas.
La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con
Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela,
ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta
años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa
temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es,
para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a
un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré
agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana
Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese
al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a
entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y
morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida
verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele
ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que
alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como
la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de
la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros
antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les
permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches
hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a
contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de
seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización,
el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al
individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad,
a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las
estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez
como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un
mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un
remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir
apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a
soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos,
dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres
embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario:
romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos
deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por
despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las
historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les
confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las
nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio
intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad
imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en
nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la
incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las
cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no
pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y
porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un
mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la
capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de
nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la
vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han
multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres
sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto
la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que
añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes
aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de
la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados,
contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la
mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo
que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos
sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la
inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a
disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar
con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso
tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos
encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo
y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio
de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la
vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las
palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del
tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de
viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas
que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las
entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del
pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las
primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me
apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he
pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía,
maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de
aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar
leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de
gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me
animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y
lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que
me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin
duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi
tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde
refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo
natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un
espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban
en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí
estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que
el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la
escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell,
Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la
ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia
narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un
ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el
curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es
inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el
tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho
sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los
secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar
sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los
animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores
circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la
vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos
pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no
era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre
escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi
todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una
sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la
justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las
conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con
que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que
cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas.
Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas,
menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera
existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien
busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo,
que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de
la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir
de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de
una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para
que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un
tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de
sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de
opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta
de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de
censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo
hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los
libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que
las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan
en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias,
propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la
fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la
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