Cuando uno visita el estudio de Antonio Mesones en Berlín siente una cierta extrañeza, algo así como si el mundo se hubiera detenido y la velocidad que lo caracteriza se hubiera disipado. Su austeridad parece de otro tiempo, lo que induce a preguntarse cómo es posible a estas alturas del siglo XXI la existencia de un espacio en el que el recogimiento esté tan presente y no sucumba ante la insistencia de las imágenes. También se pregunta uno por el porqué de esa concentrada dedicación a la pintura por parte de un hombre que nunca ha dejado de trabajar y que no quiere escuchar ni los cantos de sirena del mercado del arte ni las profecías agoreras de los que dudan del futuro. Ese estudio parece otro mundo o, lo que es lo mismo, lo otro del mundo, eso desconocido que acecha a la intuición. Hay allí un silencio impuesto en el que la actividad pictórica se desarrolla de manera callada, atenta a sí misma y desoyendo las voces de elevado tono que luchan entre ellas por llamar la atención. En ese espacio no se oyen esos gritos exteriores. Se oyen, eso sí, los del propio espacio, como expresa el artista cuando dice que su obra ha ido cambiando con los lugares de residencia y trabajo. Allí, en el aislamiento procurado por la necesidad, la pintura se extraña de tanta alharaca y se concentra en la respiración, en ese movimiento de inspiración y expiración que demuestra la existencia de vida. Sí, allí hay vida; ¿pero de qué vida se trata?
Toda la conversación con el artista intenta desenterrar ese impulso vital, “elan vital” lo llamó Bergson, que desde su originaria unidad se desdobla y multiplica, se ramifica y diversifica, constituyendo la gran fuente de vida. Porque esos cuadros pintados de manera obsesiva (la obsesión es un rasgo que tiene más que ver con la intensidad que con la inflexibilidad, un rasgo que anima el carácter de los grandes artistas) uno tras otro, despacio, muy despacio, muestran un ejercicio de variación en la permanencia, un empuje interno que se mantiene constante en toda la sucesión de sus matices. Ese impulso interno no se deja definir, no se somete a las acotaciones propias de la razón, acercándose más bien al ámbito de la intuición. Así, dice el artista, comienza el proceso pictórico, a partir de unos dibujos realizados inconscientemente, como esos que hacemos despreocupadamente mientras hablamos por teléfono. Son dibujos que no responden a eso que llamamos realidad y que, sin embrago, son bien reales. Dibujados fuera de control, provienen de regiones en las que el entendimiento no tiene lugar y el gesto se constituye en protagonista. El gesto implica al cuerpo, que materializa en acto expresivo un estado de ánimo, un modo de ser. Así, la mano conecta directamente lo desconocido con el papel, es el vehículo que da forma, una expresión ésta que indica ya la existencia previa de la forma, que sólo aparece a partir del acto repetido del gesto.
La forma se manifiesta, se da, de tal manera que no es la voluntad del pintor la que la determina sino que es ella misma la que sale al encuentro. Y es precisamente en ese instante, el del encuentro, cuando el pintor se enfrenta a la primera decisión: si la forma enigmática que se ha hecho presente es adecuada o no. He aquí el problema: ¿cómo discernir entre las múltiples formas creadas aquella que merece la pena? Pues bien, no es posible obtener una clara contestación a esta pregunta más allá de aceptar que es la forma la que se impone (ahora se entenderá una palabra que probablemente pasó desapercibida en el segundo párrafo de este texto: necesidad) Una de ellas saltará del cuaderno de dibujos al papel y, luego, al lienzo. Esa es la que merece la pena. Por lo tanto, es un mérito de la forma y no una inteligencia especial del pintor, quien hasta el momento parece a merced de ella. Pero si atendemos al significado de la expresión “merecer la pena” no podemos olvidar a esta última. La pena que sufre el pintor, su condena, es la larga y continua dedicación a una forma que no se deja apresar, que se mantiene como un enigma. Ya lo dice Maurice Blanchot: el punto central de la obra es la obra como origen, el que no se puede alcanzar, el único, sin embargo, que vale la pena alcanzar. Merece la pena, vale la pena, porque ha de haber alguna recompensa al esfuerzo que la obra exige. ¿Cuál es esa recompensa? ¿qué puede ofrecer esa forma inevitable e impositiva para que merezca la pena dedicarse obsesivamente a ella? Valente puede ayudarnos a comprenderlo: el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia, sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador y es, a mi modo de ver, el elemento en que consiste primariamente lo que llamamos creación poética.
Amparados en la descripción de Leonardo da Vinci de la pintura como poesía muda y como poesía visible, podemos considerar ambas citas perfectamente válidas para el caso de la pintura, pues las claves en ellas radican en las palabras conocimiento y creación, comunes a todas las disciplinas artísticas. Simultaneidad de creación y conocimiento, conocimiento de la creación y creación del conocimiento. Doble sentido que indica que lo que se hace se hace haciéndose, que sólo en la acción reside el ser de lo hecho. Por lo tanto, la poesía se hace en el poema y la pintura se hace en el cuadro. Y es aquí a donde había que llegar, a averiguar qué es lo que se conoce en esas formas que Mesones traslada al lienzo con tanto primor, qué crean, a qué dan origen. La respuesta ha costado pero ya debe de ser clara: la Pintura. Ese es el asunto que el pintor se trae entre manos, a él le dedica toda su atención, al conocimiento inalcanzable del ser de la Pintura. Pero el ser, como ya sostenía Sastre, no preexiste, se hace en la existencia. Es ésta la que va antes, de manera que es necesario pintar para que la Pintura exista, para que sea; de manera que si hay que pintar se plantea inmediatamente el problema de qué se pinta. Existe la posibilidad de pintar lo que llamamos la realidad, pero no para quien la Pintura sea el tema y el objeto. Para éste, es la Pintura lo que hay que pintar.
Podría pensarse que a Mesones no le preocupa más que la realidad de la Pintura si no fuera porque él mismo manifiesta que lo exterior a ella sí le afecta, que de alguna manera está ahí como sustrato. Se trata de las circunstancias que rodean e influyen en algo que no es nuevo, pues ya desde la Modernidad el ser de la Pintura es el problema en el que esta práctica artística anda absorta como consecuencia de la usurpación de su papel representacional por parte de las nuevas técnicas: la fotografía y, ahora también el vídeo. Esa actitud casi autista en la que la Pintura vive en su propio mundo se contradice con los simulacros postmodernos con los que Baudrillard caracterizaba el tiempo presente. Una huida hacía sí misma, una vuelta al origen en busca de lo que le es propio. Y lo que siempre ha sido lo propio de la Pintura es la superficie, el color, el gesto, la luz. Con eso se hace la Pintura, luego eso es lo que hay que pintar. Hay que pintar superficie en la superficie del lienzo, color con el color, el gesto con un gesto, la luz con la luz, y todo ello con el color. Nos encontramos, entonces, ante una pintura realista, aunque este adjetivo no debe entenderse al modo tradicional instituido por la Historia del Arte, sino en su sentido literal. Los cuadros de Mesones son realistas porque en ellos se refleja la realidad de la Pintura y se la da realidad. Y eso es así en todos ellos. Da igual que el comienzo sea una mancha de color extendida por la brocha sobre la que se sobrepone el mismo gesto repetido por los lápices de colores en sucesivas gradaciones tonales, como sucede en sus papeles, que lo contrario, como sucede en los lienzos. En éstos, la mancha, la forma coloreada, parecía hasta ahora la concentración final del conjunto de los gestos; una concentración que en estos últimos cuadros que ahora presenta se torna en expansión hasta habitar el fondo, de tal manera que lo que antes quedaba bien delimitado sobre el fondo ahora llega, en algunos casos, a confundirse con él. El resultado es brillante en su ambigüedad, pues el espectador se ve asaltado por la duda, desarmado de una lógica procesual que anteriormente parecía clara. ¿Es esa forma que ahora todo lo inunda el resultado de una implosión? o tal vez sea una vuelta al origen, un recomienzo del proceso de concentración. De cualquier manera, la forma tiende ahora a romper sus límites, a desvanecerse y confundirse con el fondo, emergiendo de él o dirigiéndose hacia él, y sólo gracias a los otros colores puede el espectador intuirla. Su visibilidad depende de ellos, de su contraste, de su complementariedad o de su gradación.
Sin embargo, estas últimas variaciones en la obra de Mesones no alteran lo sustancial de un estilo ya muy sólidamente establecido, un estilo enraizado en lo que José Ángel Valente llama la conversión del lenguaje en un instrumento de invención, es decir, de hallazgo de la realidad. El poeta define el estilo como la capacidad del medio verbal para producirse en cada momento en función de un determinado contenido de realidad y para no existir en la obra más que en función de ese contenido. Pues bien, esta definición se ajusta con exactitud al caso de Mesones, bastando cambiar las palabras “medio verbal” por “medio pictórico” para comprender que es el contenido Pintura el que determina a todos los medios empleados en el cuadro. Medios que son, as su vez, realidad de la Pintura.
Mesones se toma su tiempo en cada cuadro, y resulta curiosa esta expresión de “tomarse su tiempo en cada cuadro” porque aunque parece indicar que el pintor consume el tiempo que le pertenece, su tiempo, el que bien podría emplear en otra actividad, nada impide que lo tomemos como el tiempo del cuadro. Lo que el pintor se toma, entonces, es el tiempo de la Pintura. Siendo así, nos encontramos con una sorprendente situación en la que ya no es el tiempo cronológico el que impera sino ese otro tiempo de la obra de arte relacionado con la eternidad, con el que los estoicos, y luego Deleuze, denominaron como Aión. Las diferencias entre Cronos y Aión son sustanciales, siendo el primero la personificación del segundo y, por lo tanto, su delimitación. Sin embargo, el tiempo Aión no se deja medir, no admite limitaciones, es aquel en el que el presente se plantea como el encuentro del pasado y el futuro. Es éste el tiempo del eterno retorno nietzscheano a partir del que Deleuze plantea sus teorías sobre la diferencia y la repetición. A este respecto parece más que adecuado lo dicho por el filósofo francés: “no existe ningún gran artista cuya obra no nos haga decir: la misma cosa y sin embargo otra”. Repetición y diferencia, y si eso es justo lo que apreciamos en la exposición de Mesones, que lo es, tendremos que analizar sus relaciones con la pintura de la Pintura que defiende este texto.
Según Deleuze la diferencia es la primera afirmación, el eterno retorno es la segunda, “eterna afirmación del ser”. Para él el Eterno Retorno es el ser del mundo, pero nunca entendido como el retorno de lo igual o de lo mismo sino, al contrario, de lo diferente, siendo la diferencia eso irreductible que habita la profundidad, y que es anterior al ser, como el elan vital de Bergson. Estamos, pues, ante un planteamiento que se aleja de la identidad (que precisamente significa lo mismo, lo idéntico) y se acerca a la intensidad, un planteamiento en el que el ser no es, como el que conocíamos desde Parménides hasta Hegel, compacto, sólido y estable. En este pensamiento deleuziano la repetición pierde la habitual connotación negativa y adquiere positividad cuando se entiende como repetición de la diferencia y a ésta como el origen.
Nos hallamos más allá del sujeto moderno, fuera de él, de su tiempo y de su espacio, de sus artificios para hacerse cargo del mundo. Nos encontramos en territorios enigmáticos en los que nada es sino una posibilidad, la de ser. Es entonces cuando puede uno comprender ese tiempo Aión tan diferente del cronológico que parece reinar en el estudio berlinés del pintor, ese que se ha descrito al principio como detenido. Pero igualmente deberíamos poder comprender el empeño del artista por pintar la Pintura, por metaforizar lo que no se deja alcanzar, pues su ser no es más que una posibilidad tras la que corre cada cuadro. Ese es en el caso de la obra de Mesones el contenido de realidad del que habla Valente, el ser de la Pintura, un ser magnético y elusivo a la vez. Por eso hay que insistir y resistir, porque el ser de la Pintura no se deja fijar, es siendo. Existencia en la insistencia, ansioso rodeo de lo que no es posible apresar. Insistir con un lenguaje adecuado a la invención de una realidad de la Pintura que sólo es haciéndose, inventándola y metaforizándola, pues no hay una sola forma de definirla. Cada forma, cada cuadro, es una aproximación, un acercamiento, un modo retórico de decir la Pintura. Y, sin embargo, esa especie de estratificación que presentan las obras de Mesones parece introducir también al tiempo lineal, al de la historia, al que se sucede en línea recta y que prima al pasado, a su memoria; como si el pintor fuera consciente de su situación, de que él no es el primero que se ocupa de la Pintura ni al que ésta le ocupa. Sabe que la Pintura ya lleva su tiempo, no sólo el propio del que hemos hablado sino el cronológico, y lo lleva como Historia y como hacerse. Esa estratificación opera entonces como memoria del pasado, como una síntesis de los momentos que van pasando. Se trataría de recuerdos, a los que Bergson describe no como una imagen actual que se formaría luego del objeto percibido, sino la imagen virtual que coexiste con la percepción actual del objeto. El recuerdo es la imagen virtual contemporánea al objeto actual, su doble, su “imagen en el espejo”. Hay un trueque, un ir y venir, desde lo virtual a lo actual, entre las capas de color subyacentes y la forma presente; una oscilación que marca esa escisión del tiempo por la que el pasado se actualiza y el presente se pasa. Es la Pintura haciéndose en el tiempo, el tiempo haciéndose Pintura.
Picasso lo dijo claramente: la pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere. Esta declaración realizada por uno de los pintores que más ha insistido en pintar establece un orden en el que la figura del artista parece dependiente de la Pintura, pero en realidad lo que en ella se manifiesta es que el poder de ésta consiste en sacar al pintor fuera de sí, en desquiciarlo y hacerlo salir fuera de los límites de su yo para acudir a un encuentro. Se trata de una cita a ciegas, una de esas en las que se conoce el lugar pero no a quien allí estará esperando, quien hasta el momento del encuentro es un enigma. Mesones así lo siente, y cuando dice que anda a la búsqueda de un encuentro no hace otra cosa que manifestar su deseo de conocimiento, su ambición por conseguir una completud que le falta. Esa falta es la que le mueve, la que le hace acudir puntualmente, en cada cuadro, a la cita. De este encuentro amoroso, que es de lo que al fin y al cabo estamos hablando, dice Octavio Paz que exige dos condiciones contradictorias: la atracción que experimentan los amantes es involuntaria, nace de un magnetismo secreto y todopoderoso; al mismo tiempo, es una elección. El pintor auténtico es ese que se entrega, se vacía, en una mezcla de destino y libertad, de necesidad y decisión personal. Su libertad es no rebelarse contra la necesidad, desplegarse, abrirse a la posibilidad de lo otro que le atrae. Lo otro es lo que él no es, lo que le falta, el enigma de lo desconocido que se ofrece al mismo tiempo que se oculta. Toda la pintura de Mesones no es más que eso, un ir al encuentro de lo otro para conocerlo y desvelar un enigma que nunca se dejará atrapar, un ejercicio inútil pues ya hemos dicho que el ser de la pintura, como el del pintor, se hace haciendo. Ambos son una posibilidad, una potencia que se despliega en un acto, sin que la relación entre una y otro sea unidireccional: la potencia necesita al acto y éste a la potencia. No hay un antes y un después entre ellos, ninguno va delante del otro; hay, como entre la imagen virtual y la actual, coexistencia.
El ejercicio, sin embargo, resulta necesario, pues de no hacerlo el pintor no sería tal; de manera que cuando anda tras el ser de la pintura anda tras el suyo propio. Por tanto, el conocimiento del ser de la Pintura y el ser del pintor coinciden en el hecho de ser, como dice Octavio Paz, a un tiempo una necesidad ineludible y un ideal inalcanzable. De manera que no hay más remedio que insistir, no se puede faltar a la cita. Así es la vida.
Juan Botella Julio 2007
La próxima semana, del 15 al 19 de febrero 2012, estaré presentando algunos de mis últimos trabajo en ARCO, Madrid (Galería Juan Silió Stand 10-B-01) y en JustMadrid (Galería Invaliden 1 ,Stand 48 Hotel SIlken Puerta América // Av. América, 41)Me encantaría que pudieses pasarte .Un fuerte abrazoAntonio MesonesLausitzerstr. 1310999 BerlinGemany. 00 49 (0)1721497428Spain. 00 34 699218614
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